Así es: Una condición con la que se nace, y, como el dinero que se hereda, algo que te ha sido concedido sin tener que ganarlo con tu esfuerzo, y que, por tanto, no se valora hasta que se pierde.
Cuando nacemos se nos entrega el maravilloso regalo de un cuerpo nuevo, sin estrenar. Hasta el momento de la madurez no hará sino crecer y mejorar, siempre a nuestro favor; durante ese tiempo felizmente inconsciente que es la juventud, nada tienes que hacer para mantener un pelo espeso y brillante, una piel tersa y luminosa, un trasero duro, unos senos turgentes…
Es curioso que es así como sucede: Cuando disfrutamos de la firmeza de un cuerpo joven, ese cuerpo regalado, no somos conscientes de ello. Yo me dí cuenta de que había tenido el trasero duro y bien arriba cuando se me empezó a caer. Un mañana, al ponerme crema después de la ducha, me sorprendí mirando con curiosidad la incipiente flaccidez de mis nalgas y pensando: “Huy… ¿Y essssssssstoooooo????? Esto no estaba tan abajo antes ¿Qué está pasando???…”
Y es que no conozco a nadie que, en su esplendor físico, se mire al espejo por las mañanas y se diga: “Qué maravilla, qué piel más tersa, ni rastro de patas de gallo. ¿Rictus? Vamos que ni un poquito, las comisuras de la boca perfectas, sin una sombra. Y… ¡Vaya cinturita! La misma talla que a los quince años… ¡Y ya tengo veinte!. Desafortunadamente llega un momento en el que todo ese esplendor empieza a declinar y te pide a gritos un esfuerzo importante para, al menos y hasta un cierto límite, mantenerse dignamente hasta el momento del verdadero e inevitable declive.
Un buen día descubres, tempranamente si la lucidez te da para eso (y más te vale), los primeros signos de deterioro físico. Mejor así, cualquier problema tiene más fácil solución cuanto antes te pones a ello. La juventud es bastante traidora; se va alejando sin avisar, insidiosamente, dando paso a una incipiente madurez. Y esta madurez recién estrenada, será más o menos afortunada y exitosa según tú, y solo tú, la trabajes. No te acobardes; acostumbrada como estabas a ser joven sin ningún esfuerzo, debes darte cuenta de que, a partir de ahora, un aspecto fulgurante ya no es gratis total sino que tienes que empeñar en ello sangre, sudor, lágrimas, y… Algún dinero, claro está.
¿Ves? Igual, exactamente igual que aquella casa de campo preciosa que te dejó el abuelo hace muchos años. La recibiste en perfecto estado: Recién pintada, los suelos pulidos; tapicerías y cortinas de colores brillantes, los muebles lustrosos… Hasta ahora fue suficiente ventilarla y hacer la limpieza diaria, pero… Ya no. Aparecen los primeros desconchones en las paredes, los sofás se han rozado con el uso, ese grifo gotea… Ha llegado el momento de ponerse manos a la obra y empezar con la restauración antes de que el edificio empiece a desplomarse sobre nosotros.